Obsecionado con los vértices y las aristas, seguí pedaleando.
Ya estaba bien entrada la noche mientras volvía a casa envuelto en esa oscuridad protectora, y sentía el frio aire colandose por debajo de mi remera.
Pude volver por el camino de siempre, pero lo hice por uno nuevo. Tal vez en un intento furtivo de sentir el agitado latir del misterio urbano corriendo por mis venas impacientes, en busca de algún nuevo ángulo, o de una salida del laberinto.
Las calles parecían muertas, aunque solo estuvieran dormidas. Y la luz de la luna reflejada en los adoquines formaba una trama de destellantes nudos por enfrente y por debajo mío.
Cada pared, cada farol, me hablaba en susurros complices, y la inspiración corría por mis entrañas en tanto nacía un juego de seducción enloquecedor al enfrentar esos rincones desde mi inocente e insaciable curiosidad. Faltan palabras para tratar de describir tan profunda sensación de misterio.
Respiré hondo y traté de disfrutar el singular momento. Me relajé y seguí pedaleando hacia la oscuridad de la noche, hasta desaparecer en ella…